jueves, 14 de marzo de 2013

La sociedad actual, en apariencia cada vez más libre, oculta el deseo de los "viejos".

La irreverente vida sexual de una intelectual

La sociedad actual, en apariencia cada vez más libre, oculta el deseo de los "viejos". La autora, una ensayista de 72 años, profesora de la UBA y de la Universidad de Lanús, cuenta cómo el goce, a veces, llega con la edad. Una nueva entrega del coleccionable que sale junto con Ñ cada semana.
A partir de los cincuenta años mi vida sexual comenzó a ponerse interesante. Antes, lo obvio para una chica de mediados del siglo pasado.
Calenturas insoportables hasta el día del casamiento, sexualidad matrimonial domesticada hasta el día del divorcio. Después, los tiempos del sexo compulsivo y culposo. Es duro conocer varios cuerpos cuando por tradición, familia y religión te convencieron de que lo correcto es uno solo y para toda la vida. Hay que lidiar con eso.
Me inicié en la práctica sexual a los 21 años, no sin haberme provisto de las dos libretas que me habilitaban legal y religiosamente a acostarme con un hombre. Aunque mi espíritu no era tan virgen como mi cuerpo. Pues a pesar de aceptar sin chistar todas las ñoñerías que les imponían a las señoritas de entonces, me había atiborrado con textos místicos, ocultamente pornográficos e indiscutiblemente sádicos. Con ellos alimentaba mi sexualidad reprimida y satisfacía mi masoquismo elemental. Evoco la Biblia, que leí dos veces desde el enigmático Verbo del principio hasta el catastrófico apocalipsis del final, pasando por masturbaciones, violaciones e incestos.
Fue mi segunda lectura erótica, la primera había sido el catecismo que me preguntaba si había hecho “cosas malas”; la indefinición del término lo tornaba transparente despertando oleadas de mórbida atracción. Inquiría asimismo si había gozado con alguien que me hubiera forzado. También con quién había hecho esas cosas, ¿con hombres, con mujeres, con animales? Me revelaba posibilidades inimaginables.
La moralina familiar de humildes inmigrantes españoles y el adoctrinamiento de las monjas me habían convencido de que sólo siendo adulta y casada podría acceder a esas cosas, aunque mis rudimentarios saberes las concebían mucho más ingenuas. En aquellos tiempos no se conocía tele ni internet, las niñitas de antes sólo tenían fe.
Nunca se me habría ocurrido que si me obligaban a algo “malo” podría gozarlo, tampoco que era posible hacerlo con mujeres y menos aún con animales. Esto me arrojó a un pansexualismo delirante.
Todo lo referente al deseo me producía culpa...

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/no-ficcion/irreverente-vida-sexual-intelectual-Esther-Diaz_0_880712147.html